martes, 12 de diciembre de 2017

El Cubo

Chicago, 1920

Mi mano garabatea estas palabras mientras mi mente intenta huir de la locura que me provoca el saber que en unas pocas horas habré dejado este mundo. No tengo dinero, y mi hígado lamenta la falta de alcohol, la única droga que me permitía seguir hacia delante. Llevo años enfrentándome a mis miedos, jugándome la vida en cada caso, pero jamás pensé que podría llegar a sentir tanto miedo. Tal vez quien lea este texto pueda comprenderlo mejor que yo.

No ha sido tan solo un evento, han sido muchos, pero aquí va el primero. La historia de cómo yo, Jack Phillips Baker, perdí la cordura y decidí suicidarme.

Ocurrió en Chicago, una de las ciudades más peligrosas y menos recomendables de EEUU, en 1920. 

Recién instaurada la ley seca,nosotros, las fuerzas policiales, hacíamos todo lo que podíamos para cumplir con la ley y combatir a las mafias que se empeñaban en traer alcohol a nuestras familias y a nosotros mismos. 

No voy a negar que dejar de beber en aquel momento fue difícil, pero un policía tiene que hacer lo que tiene que hacer. Tanto es así, que tras cinco semanas de redadas creíamos estar ganando la batalla. Pero los casos se apilaban uno detrás de otro. Y la violencia iba en aumento.

Cuando al fin me encontré solo en mi despacho, tenía muy poca idea de cuál era la situación real de la ciudad. No solamente parecía estar entrando más alcohol en el país, sino que además se estaban empezando a producir muertes. 

Cuando leí los informes de las víctimas, hubo una que me llamó la atención: John Taylor. Varón, 35 años, caucásico, cartera con documentación pero sin dinero. Hasta ahí, todo normal, pero a diferencia de los demás, la causa de la muerte era extraña. Según palabras textuales del informe, el cuerpo carecía de piel, revelando musculatura, zonas óseas e incluso órganos a la vista. Sin embargo, el modus operandi era el clásico de peleas entre mafias: puertas descerrajadas, botellas rotas y bienes sustraídos. 

En la morgue pude ver el cuerpo, grotesco y deforme, mientras el forense me narraba las diferentes afecciones. Concluyó que la víctima parecía haber sido devorada a mordiscos por algún tipo de insecto. ¿En Chicago? ¿En 1920? ¿Insectos carnívoros? Imposible. Y sin embargo ahí estaba, una horrenda visión que me obligó a contener el vómito en más de una ocasión. Tras 20 años en el cuerpo pensaba haberlo visto todo. No podía estar más equivocado.

Esa noche empezaron las pesadillas. Me encontraba en un lodazal viscoso y negruzco, con los pies succionados, incapaz de moverme y rodeado de llanura hasta donde podía ver. El cielo parecía una cúpula de plomo, cargado de nubarrones violáceos, corruptos y apestosos, que se aproximaban para descargar su lluvia. Un diluvio de insectos cayó sobre mi cabeza, provocándome un terror nauseabundo, invadiendo mi cuerpo. En ese momento me desperté con un grito que me heló la sangre. Apenas eran las 5 de la mañana, pero sabía que ni podía ni quería cerrar los ojos.

Lo primero que hice a la mañana siguiente fue ir a la casa de John Taylor, en West Lexington Street, 13. El piso estaba hecho un desastre: armarios reventados, ropa tirada por el suelo, platos rotos... parecía que alguien se me había adelantado. Imposible buscar nada aquí, pensé. 

Cuando ya estaba a punto de irme, escuché un pequeño ruido provenir de su habitación.

Desandé mis pasos, intentando localizar el sonido. Parecía provenir de bajo una baldosa levemente agrietada. Haciendo palanca con un madero roto de la mesilla de noche, presioné hasta que por fin saltó por los aires. Esa fue la primera vez que pensé que me estaba volviendo loco.

Del hueco en el suelo salieron hormigas, escarabajos, moscas, gusanos, ciempiés, cucarachas... Se lanzaron hacia mis orificios a tal velocidad que no pude emitir más que un ahogado sonido de angustia antes de perder el conocimiento.

Abrí los ojos. Me pareció que me encontraba al lado de una inmensa sima desde la que podía ver el universo entero. El caos de una noche eterna y sin estrellas. Un bosque de árboles amarillentos ardía a mis espaldas. 

Cuando me atreví a dar un paso, me tropecé con algo. Una especie de piedra tallada de forma cúbica, cuyos extraños grabados me provocaban un leve mareo al observarlos. Pero apenas tuve tiempo de sacudir siquiera la cabeza cuando oí un graznido. 

Al girar la vista apenas distinguí los rasgos de una criatura alada que se abalanzaba sobre mí, empujándome con su cuerpo y una especie de piernas con cascos, lanzándome al vacío infinito del cañón.

Las tinieblas me devoraron entre gritos como una garganta fría y despiadadamente inmensa. 

Recuperé la consciencia. 

Todavía estaba en la casa de John Taylor, pero ya era de noche. Habían pasado casi seis horas desde que me desmayé. Tenía pringoso el pelo, la boca y las mejillas: había vomitado y me había movido durante la pesadilla. 

El hueco bajo el tablón estaba vacío, por supuesto. 

Decidí volver a la oficina, fichar y regresar a casa para dormir. 

Necesitaba una copa, pero no tenía dónde tomarla sin correr riesgos, así que me hice un té antes de acostarme.

Si dormí algo, fue con los ojos abiertos. 

A aquellos que nunca han tenido pesadillas, los compadezco; no saben lo felices que son, los muy cabrones.

Cuando esquivas el sueño, pensando que puedes llegar a sufrir más dormido que despierto, sientes que tu cabeza deja de funcionar poco a poco. Se va haciendo pesada y los pensamientos salen lentos, como con cuentagotas. 

Hicimos otra redada ese día, y casi pierdo la vida por la falta de concentración. Pero tuve suerte. La bala pasó rozándome la mejilla, arrancándome parte del lóbulo de la oreja. No dolió tanto como yo creía, o quizás es que mi mente todavía no estaba lista para procesarlo.

De vuelta en mi despacho recibí una nota de los chicos de Documentación. Habían investigado a John Taylor. Éste poseía parte de las acciones de una empresa en el distrito portuario, cerca de la zona donde se había llevado a cabo la redada en la que se encontró su cuerpo. Aunque era tarde, los horrores de los últimos días y la falta de sueño me llevaron a tomar una decisión absurda: investigar el caso por mi cuenta.

Aunque el muelle nunca duerme, la zona en la que se ubicaba la propiedad estaba bastante alejada de las zonas de tránsito de mercancías. Se trataba de un pequeño almacén. 

Mi lógica de detective, adquirida tras años de servicio en el cuerpo y un sinfín de meteduras de pata, me decía que probablemente fuese donde guardaban la mayor parte del contrabando. Tenía la puerta abierta, aunque no había luces dentro. 

Debería haber vuelto a comisaría para pedir refuerzos, pero, al mismo tiempo, la oscuridad que había tras el umbral me invitaba a entrar, aunque todavía no entiendo por qué.

Vi pequeñas luces brillar en el interior, que se esfumaron cuando parpadeé. Decidí achacarlo a la falta de sueño.

La luz estaba cortada, pero trasteando por la sala principal encontré un cajón en el que había una lámpara de aceite antigua que todavía tenía combustible. Cuando la encendí, lo que vi no me sorprendió. Un almacén normal, con cajas apiladas por doquier. Alguna que otra estaba abierta, así que las registré.

Tras una primera capa de productos alimentarios, había un falso fondo, pero lo que contenían no era alcohol. Había extraños libros y manuscritos, sin duda antiguos. No entendía el idioma en el que estaban escritos, pero su simple visión me provocaba una incomprensible sensación de terror, como si las letras intentasen penetrar en mi cabeza y ocupar el lugar de mis neuronas. 

Tan solo recuerdo una palabra de esos textos: Ialdagorth. 

Cuando retomé la exploración, encontré una caja más pequeña y alargada que las demás, que parecía fuera de lugar. Al cogerla me di cuenta de que apenas pesaba. 

Estaba vacía. 

La aparté, siguiendo mi instinto: debajo había una trampilla que no estaba cerrada con candado. Bingo. 

Daba a unas escaleras que bajaban, probablemente hacia el sótano. No miento si digo que el descenso pareció durar horas.

La piedra iba haciéndose cada vez más tosca, y de las rendijas salían insectos extraños que me provocaban arcadas, pero no eran tantos como para impedirme bajar, y tampoco parecían reaccionar ante mi presencia.

Acabé frente una puerta estrecha y elevada, bajo cuya rendija se colaba una tenue luz y el eco de algunas voces. 

Apagué mi lámpara y bajé el último trecho, escalón tras escalón, silenciosamente, con la pistola desenfundada. 

La escena que había tras la puerta era tan grotesca que probablemente me seguirá acechando después de la muerte. 

En medio de una sala redonda había un grupo de cinco personas encapuchadas, pronunciando palabras que no entendía pero que me perturbaban tanto como aquellas que había leído en los libros de arriba. Uno de ellos, el único con una túnica negra, tenía una piedra cuadrada en una mano y un cáliz en la otra.

Entre los cinco, un altar de piedra con un niño pequeño desnudo, atado y amordazado. 

A la izquierda, cuerpos desnudos y con la cara tapada mezclados entre sí, emitiendo gemidos de placer y dolor: una macabra orgía bañada en sangre. 

A mi derecha, cadáveres, pequeños cuerpos inertes y despellejados.

Me gustaría describir cómo me lancé heróicamente, con la pistola en la mano, disparando a los malnacidos que habían acabado con los niños. 

Me gustaría describir cómo agarré al perpetrador de todo esto y le obligué a confesar mientras pedía perdón, acabando con él mientras lo miraba a los ojos.

Me gustaría describir cómo salvé al niño, cómo lo llevé en brazos hasta su madre, cómo me lo agradeció con lágrimas en los ojos.

Pero no puedo mentir.

Me desplomé sobre la escalera, y me quedé completamente quieto durante minutos que me parecieron siglos, sin poder mover ni un solo dedo. 

Vi como el que parecía el sumo sacerdote insertaba esa caja cuadrada en el cuerpo del niño, presionándola contra su pecho.

Vi como la sangre y la piedra se mezclaban, como ese líquido denso se vertía en la copa y como el líder de la secta lo bebía. 

Vi como, al poco de tragarlo, una nube negra de insectos salía por su boca, envolviendo la figura del niño, devorándole la piel entre gritos escabrosos, hasta que se saciaron y regresaron a la boca de la que habían surgido. 

Creo que enloquecí por segunda vez.

No recuerdo exactamente cómo logré subir frenéticamente por la escalera, ni cómo cerré la trampilla al salir, ni cómo conseguí prender fuego a la nave. Creo que grité, y que cuando dejé de gritar, reí. 

Todavía siento el calor de las llamas, el recuerdo de la ceniza cayendo sobre mi piel. Creo que oí un trueno, pero quizá fuera la sirena de los bomberos.

Cuando el fuego se calmó, mis compañeros me pidieron explicaciones, pero mis labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Tan solo negué con la cabeza una y otra vez.

Finalmente el incendio se extinguió, y pudimos empezar a limpiar los escombros. 

Para mi alivio, los libros se habían quemado por completo.

Pensé que no podríamos ver la trampilla, pero allí estaba, oculta tan solo por un travesaño de madera que pudimos retirar con facilidad. La escalera estaba ahí, pero apenas tenía una veintena de escalones. 

Por un momento temí haberme equivocado, pero lo que vimos en la sala nos sacó de dudas. Más de una veintena de hombres, mujeres y niños. Los adultos yacían muertos por asfixia, medio carbonizados. 

Uno de los bomberos nos entregó un objeto que parecía haber quedado intacto. Una especie de piedra tallada de forma cúbica, cuyos extraños grabados me provocaban un leve mareo al observarlos.

Escrito por el sectario Andrés García Carabantes para Revista Vaulderie.

Ilustración de Tabaré Santellan





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